La encarnación
La encarnación de nuestro Señor es un gran milagro, totalmente
incomprensible para la mente humana. Lo creemos, no porque podamos
entenderlo o explicarlo, sino porque está revelado en la Palabra de
Dios. Pero, ¿cuál fue el propósito de la encarnación? Sencillamente,
Jesús se hizo hombre para poder ser nuestro sustituto y representante, y
así pagar nuestra deuda, que era la muerte, porque “la paga del pecado
es muerte” (Romanos 6:23). La Escritura dice: “Así que, por cuanto los
hijos participaron de carne y sangre, él también participó de lo mismo,
para destruir por medio de la muerte al que tenía el imperio de la
muerte, esto es, al diablo” (Hebreos 2:14).
La universalidad del pecado
Dios le había advertido a Adán que comer del fruto del árbol
prohibido tendría consecuencias funestas; se haría merecedor de la
muerte. Adán pecó, y toda su descendencia se vio involucrada en su
transgresión, ya que “por la transgresión de uno vino la condenación a
todos los hombres…” (Romanos 5:18). La muerte no se refiere sólo a la
muerte física, sino a la separación de Dios, a la muerte eterna. Pero
Dios, en su gran misericordia, en vez de darle a Adán inmediatamente lo
que su pecado merecía, le anunció que enviaría un sustituto, alguien que
tomaría su lugar, para que él pudiera tener una segunda oportunidad.
Justicia provista
El Señor Jesús vino, descendió de su estrado, y vivió una vida
impecable durante su peregrinaje en esta tierra. Hizo algo que Adán
hubiera tenido que hacer, y que no hizo, ya que por el pecado quedó
imposibilitado para satisfacer las demandas de la ley de Dios. Pero
Jesús, además de vivir la vida que Adán debió haber vivido, también
murió su muerte. De esta manera satisfizo las demandas de la santa ley
de Dios, y proveyó la justicia inmaculada con la cual es cubierto el
pecador que acepta la gracia de Dios.
Juzgado en nuestro lugar
Debemos recordar que antes de morir, el Señor fue también juzgado en
lugar del hombre. Y no sólo fue juzgado, sino declarado culpable. Con
palabras difíciles a veces de entender, el apóstol Pablo dice que
“Cristo nos redimió de la maldición de la ley, hecho por nosotros
maldición” (Gálatas 3:13). Fue hecho maldición cuando “llevó él mismo
nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero, para que nosotros,
estando muertos a los pecados, vivamos a la justicia; y por cuya herida
fuisteis sanados” (1 Pedro 2:24). Esta dimensión del plan de la
redención se había anunciado en el Antiguo Testamento con siete siglos
de anterioridad, cuando el profeta evangélico escribió: “Todos nosotros
nos descarriamos como ovejas, cada cual se apartó por su camino; mas
Jehová cargó en él el pecado de todos nosotros” (Isaías 53:6).
La Escritura dice que Jesús fue ofrecido por el Padre “como
propiciación,” es decir, para satisfacer la justicia de Dios que
demandaba la muerte del transgresor. Porque lo que hizo Cristo fue una
“ofrenda y sacrificio a Dios en olor fragante” (Efesios 5:2). A causa de
ello, Dios es ahora justo y “el que justifica al que es de la fe de
Jesús” (Romanos 3:26).
Una autora cristiana escribió: “Nuestros pecados fueron depositados
sobre Cristo, castigados en Cristo, eliminados por Cristo, a fin de que
su justicia nos fuera imputada, a los que no andamos conforme a la carne
sino conforme al Espíritu” (Elena de White, Signs of the Times, 30 de mayo de 1895).
El juicio es una buena nueva
Puesto que Jesús tomó el lugar del hombre caído y fue juzgado en su
lugar, y al morir como sustituto pagó su deuda en su totalidad, el
cristiano ha quedado libre de la condenación de la ley, por lo que
“ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús” (Romanos
8:1).
Jesús fue no sólo el sustituto y representante del hombre durante su
vida y en la cruz, sino que lo será también en el juicio. La Escritura
dice que “todos compareceremos ante el tribunal de Cristo” (Romanos
14:10). Pero en el juicio, Jesús será nuestro representante; él peleará
nuestro caso. Él mismo dijo: “De cierto de cierto os digo: El que oye mi
palabra, y cree al que me envió, tiene vida eterna: y no vendrá a
condenación [juicio], mas ha pasado de muerte a vida” (S. Juan 5:24). Es
decir, no irá solo al juicio, no tendrá que preocuparse por su propia
defensa; todo estará a cargo de su representante. “La gracia es un favor
inmerecido y el creyente es justificado sin ningún mérito de su parte,
sin ningún derecho que presentar ante Dios. Es justificado mediante la
redención que es en Cristo Jesús, quien está en las cortes del cielo
como el sustituto y la garantía del pecador” (Elena de White, Mensajes Selectos,
t. 1, pp. 465, 466). El juicio será en verdad muy malas nuevas para
quien quiera presentarse solo, confiando en su conducta, en su moral, en
sus supuestos méritos.
Una escena del juicio
En el Antiguo Testamento encontramos una escena del juicio que
tipifica hermosamente lo que será el juicio al creyente. Después de una
larga vida de servicio como dirigente del pueblo de Israel, Moisés murió
en la cumbre del monte Nebo. Aunque no tenemos todos los detalles,
podemos reconstruir la escena que ocurrió poco después de su muerte. El
Señor vino para levantarlo de entre los muertos, y llevarlo al cielo.
Por lo que dice el Nuevo Testamento, Satanás sintió que su territorio
estaba siendo invadido, porque según él, los muertos eran su posesión.
Por eso, se presentó en persona para reclamar sus derechos. En la Biblia
leemos que “el arcángel Miguel contendía con el diablo, disputando con
él por el cuerpo de Moisés...” (Judas 9). En la cumbre del monte hubo
una escena de juicio: Allí estaba Moisés, el acusado; el diablo, “el
acusador de nuestros hermanos” (Apocalipsis 12:10), y Jesús, el
representante de Moisés. Moisés no tuvo que defenderse; el Señor le
dijo al acusador: “El Señor te reprenda,” y llevó a Moisés consigo.
Moisés había aceptado, anticipadamente, la obra de Cristo en su favor,
por lo que era justo a la vista de Dios.
Justificación por la fe
La Escritura nos enseña que la hermosa provisión de Dios hecha en
Cristo está a disposición de toda persona que responda a la gracia de
Dios, porque la salvación es un regalo: “la dádiva de Dios es vida
eterna” (Romanos 6:23). No se la puede ganar, ni merecer. “Justificados,
pues, por la fe, tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor
Jesucristo” (Romanos 5:1). La palabra “pues” en el texto que acabamos de
citar nos indica que debemos prestar atención a lo que precede. En los
versículos anteriores el apóstol había usado el ejemplo del patriarca
Abraham para ilustrar la naturaleza de la salvación: “Porque si Abraham
fue justificado por las obras, tiene de qué gloriarse, pero no para con
Dios. Porque ¿qué dice la Escritura? Creyó Abraham a Dios y le fue
contado por justicia” (Romanos 4:2, 3). Lo animador es que el mismo plan
se aplica a todos; no hay otro. Dios no tiene favoritos. Dice un poco
más adelante: “Y no solamente con respecto a él [Abraham] se escribió
que le fue contada, sino también con respecto a nosotros a quienes ha de
ser contada, esto es a los que creemos en el que levantó de los muertos
a Jesús, Señor nuestro, el cual fue entregado por nuestras
transgresiones, y resucitado para nuestra justificación” (Romanos
4:23-25).
A causa de que Cristo es nuestro sustituto y proveyó la justicia con
la cual somos justificados, podemos hacer nuestras las palabras
inspiradas: “Acerquémonos, pues, confiadamente al trono de la gracia,
para alcanzar misericordia y hallar gracia para el oportuno socorro”
(Hebreos 4:16).
Por Atilio Dupertuis
Por Atilio Dupertuis
El autor tiene un doctorado en Teología. Escribe desde Berrien Springs, Michigan.
Tomado de El Centinela®
de Agosto 2006
Tomado de El Centinela®
de Agosto 2006
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