Con
el final del primer siglo de la era cristiana y la muerte de Juan -el
último de los testigos íntimos del ministerio de Cristo- comenzaron a aflorar cuestiones que hasta entonces se habían dado por sentadas: ¿Quién fue Jesús? ¿Por qué vino? ¿Por qué murió?
Las
respuestas a tales cuestiones vinieron a través de un estudio de las
Escrituras: el Cordero sacrificial de Dios que quita los pecados del
mundo; el Rey de reyes Conquistador; la Luz del mundo.
Se
vio entonces a Jesús como al Hijo de Dios -un Libertador cósmico, un
emisario del cielo. Pero se lo vio también como al Hijo del hombre,
identificándose con nosotros.
Una de las imágenes más explicativas yace en la idea de rescate. Dice Jesús: "Como el Hijo del hombre, que no vino para ser servido, sino para servir y para dar su vida en rescate por todos" (Mat. 20:28). Y haciéndose eco de él, Pedro afirma: "Pues
ya sabéis que fuisteis rescatados de vuestra vana manera de vivir la
cual recibisteis de vuestros padres no con cosas corruptibles, como oro o
plata, sino con la sangre preciosa de Cristo, como de un cordero sin
mancha y sin contaminación" (1 Ped. 1:18 y 19).
La idea de rescate era conocida en el mundo antiguo.
El término hacía referencia a algún objeto de valor, empleado para
recuperar algo de la casa de empeños. Se refería también a la compra de
la libertad por parte de un esclavo. Desde luego, los antiguos conocían
demasiado bien la práctica de pagar un rescate para la liberación de un
secuestrado o prisionero de guerra. De ahí el comentario de Pablo: "Por precio fuisteis comprados; no os hagáis esclavos de los hombres" (1 Cor. 7:23).
El precio del rescate
No obstante, mentes inquietas se pusieron pronto a la obra, y suscitaron la cuestión: Si rescatados, ¿quién recibe el precio del rescate?
Es
interesante que la Biblia nunca dice quién. A lo largo de los siglos se
fue configurando el escenario de un drama -mitad real y mitad ficción.
Según la fábula, el Padre y Satanás fueron quienes cerraron el trato.
Adán había vendido sus derechos -de hecho, su alma- al diablo. Conocedor
del ferviente deseo que el Padre tenía de ver a Adán devuelto, Satanás,
con una sonrisa sádica, puso el último precio: la vida del Hijo de
Dios, el objeto por excelencia del odio de Lucifer.
Así,
Jesús vino -según ese drama- y vivió bajo el férreo tormento de
Satanás, y finalmente perdió su vida. Pero de acuerdo con la fábula, el
mismo Lucifer resultó burlado, puesto que el Padre resucitó a su Hijo de
la tumba, dejando a Lucifer privado de su premio, y en posesión de nada
más que un sepulcro vacío. Perdió el precio que había extorsionado al
Padre.
La verdad importante
Más
allá de la fantasía de la ilustración, descubrimos aquí una gema de
verdad. Cristo dio ciertamente su vida como rescate por nosotros,
pecadores. Pero el asunto importante poco tiene que ver con quién
recibió el pago. Hay una verdad muchísimo más importante: que en
la expiación de Cristo se pagó un precio monumental, no en términos
puramente mercantiles, sino para lograr la reconciliación entre nosotros
como caídos pecadores, y nuestro Dios de justicia; para elevarnos a un
estado de reconciliación con Dios. "Porque si siendo enemigos, fuimos
reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo, mucho más, estando
reconciliados, seremos salvos por su vida" (Rom. 5:10).
Ante
un universo expectante, Dios demostró de una vez por todas hasta dónde
iba a llegar para hacer posible la redención de los pecadores
extraviados. Las dimensiones de su amor revelan la forma en la que su
sacrificio comporta la cualidad del rescate.
No debemos nunca olvidar que fue nuestro Dios quien inició nuestro rescate, quien fue en nuestra búsqueda. "Y todo esto proviene de Dios, quien nos reconcilió consigo mismo por Cristo"
(2 Cor. 5:18). Y continúa hoy buscándonos. Cuando aceptamos su
invitación misericordiosa, caminamos en la certeza de la salvación que
nos garantiza por su muerte y resurrección.
En una breve frase, Pablo sondea las profundidades de lo que significa para Dios amar. "Mas Dios muestra su amor para con nosotros, en que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros" (Rom. 5:8).
Saltan
a la vista tres verdades. Primera, Dios demuestra el tipo de amor que
tiene. Segunda, comprendemos nuestra situación de impotencia e
ignorancia como pecadores. Y tercera, vemos que es él quien inicia todo
el plan.
En el plan de
Dios Cristo cumple el pacto eterno, asumiendo el compromiso contraído
antes que el mundo fuera. Se sometería voluntariamente a entregar su
vida por nosotros. Tal como los Adventistas comprenden especialmente,
estaba en ello cumpliendo de forma coincidente un propósito de
dimensiones cósmicas.
Pero ¿qué hay de su amor?
Desgraciadamente,
el amor ha venido a convertirse en una palabra casi vacía. A menudo se
lo asocia a la emoción, o hasta se lo confunde con un sentimiento
religioso. Pero tal como se lo emplea en la Biblia, el amor es una
palabra llena de poder, no de blandura nebulosa.
El amor es agresivo: Dios entregado a la tarea de alcanzarnos para auxiliarnos.
El
amor es un principio, afirma E. White. ¿Cómo es eso posible? La
respuesta es que el amor de Dios es un compromiso invariable,
inviolable, una predisposición en favor nuestro que no podemos hacer
decaer. No hay manera de hacer que se tambalee el amor divino,
no lo podemos disuadir o desanimar. Es una búsqueda infatigable de parte
del Dios que anhela auxiliar, y que jamás claudica. En ese sentido Dios
es amor.
Más que ejemplo
En
la alta Edad Media un monje francés, Pierre Abelard, ideó lo que a él
le pareció que describía el significado real del amor. Se ha venido a
conocer como la teoría de la influencia moral. Reaccionando contra la
idea de rescate que era común en su tiempo, arguyó que Jesús no fue en
ningún sentido un rescate, sino alguien elevado. Si fuésemos capaces de
comprender la nobleza del carácter de Dios, razonaba él, nuestros
endurecidos corazones se enternecerían y serían movidos al
arrepentimiento, abandonando el pecado.
Para
Abelard, la muerte de Cristo fue realmente la demostración última del
amor de Dios, y por lo tanto, una descripción de su carácter. Así, Jesús
sufrió con nosotros para dejarnos ejemplo. Sufrió con el pecador, más bien que por el pecador. Esa teoría reinterpretaba el significado de esos textos que nos dicen que Cristo murió por nosotros.
A
pesar de su núcleo de verdad, la doctrina de Abelard quedaba muy lejos
de la plenitud del significado bíblico. Presenta a Cristo como a un
sujeto de la ley de amor, más bien que como a su Creador. Su tolerante
concepto del pecado sugiere que la dificultad proviene, no tanto de la
violación por parte del pecador contra el perfecto carácter de Dios,
sino más bien de su fracaso en comprender el gran afecto de Dios por él.
Queda
en el vacío la enseñanza bíblica de que Cristo vino, no sólo para
demostrar el amor de Dios, sino igualmente para manifestar su justicia.
Con esa descripción de la expiación principalmente en términos de
darnos luz sobre su propósito, resulta acallada la obra de Cristo como
sacrificio muriendo por los pecadores culpables.
El
foco recae especialmente en la iluminación moral interior, y mucho
menos en una llana y conclusiva muerte que resolvió el gran conflicto
que el pecado introdujera en el universo de Dios. Así, Abelardo nos
trajo una verdad parcial: Jesús como demostración indiscutible de la incesante preocupación de Dios por nosotros.
Pero
salvación significa más que sentimientos positivos entre nosotros y
Dios. Significa una abrumadora confrontación entre la justicia y la
rebelión humana en la que estamos todos atrapados. Significa un amor que
llevó a Jesús al sacrificio último a fin de obtener para nosotros
reconciliación con nuestro Creador. La horrible escena física
del Gólgota habló a los humanos sólo de una forma muy limitada acerca de
un amor que, de hecho, implica tomar la culpabilidad de cada pecado y
llevar su consecuencia: la separación total de Dios. Sólo ahí afloran
las profundidades de ese amor de Dios caracterizado por la abnegación y
perseverancia.
Así, como afirma Pablo, "tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo"
(Rom. 5:1). Al aceptarlo tenemos el gozo de la salvación, sabiéndonos
plenamente aceptos en su amor. Dios es amor, y la magnitud de ese amor
continuará revelándose ante nosotros una vez atravesadas las puertas de
la eternidad.
Oculta en un texto bien conocido del Nuevo Testamento, se encuentra una verdad que las traducciones suelen oscurecer: "Cristo murió por nuestros pecados, conforme a las Escrituras" (1 Cor. 15:3). El texto dice literalmente que Cristo vino a ser nuestro lugar de sacrificio (hilasterion
en griego), una referencia inequívoca al antiguo sistema sacrificial
hebreo. Tanto en la forma como en el fondo, el principio subyacente es
la substitución.
Como
era típico en las religiones paganas, los Griegos, en lo antiguo, se
esforzaban en apaciguar a sus dioses, procurando aplacar su ira y lograr
su favor mediante dones y un régimen consistente en determinadas obras.
Desgraciadamente el concepto persiste aún hoy entre algunos cristianos,
aflorando a veces en discusiones sobre la fe y las obras.
El favor del Padre
En
la muerte de Cristo no existe el más leve indicio de que el Salvador
hiciera esfuerzo alguno por ganar el favor del Padre. Disponiendo ya
previamente de ese favor, su confianza lo condujo hasta el Calvario, a
pesar de que su humanidad se estremecía. Confrontado con el abandono de
la presencia de su Padre en aversión al pecado, fue sólo en la cruz
donde se hizo evidente el severo abismo.
Al caer sobre él el velo de nuestra culpabilidad, sus labios expresaron un clamor agonizante: "¿Por qué me has desamparado?" (Mat. 27:46).
Entonces
descendió al abismo de la muerte segunda llevando la carga del rechazo y
rebelión contra Dios. En ese momento, él se encuentra en nuestro lugar.
Suya es la desesperación de los pecadores perdidos, horrorizados ante
el vacío tenebroso, privados de toda esperanza. Estando en lugar
nuestro, "el Salvador no podía ver a través de los portales de la tumba" (El Deseado,
p. 701). La muerte le sobrecogió como al pecador abandonado, solo, en
el lugar que realmente nos corresponde a cada uno de nosotros.
Algunos
sugieren que Cristo vino primariamente para mostrarnos su preocupación
por nosotros, en la desgraciada suerte que nos es común; para compartir
nuestros pesares, para asegurarnos de la comprensión y cuidado de Dios.
Si bien hay virtud en reconocer lo anterior, encierra la sutil
sugerencia de que, después de todo, el pecado no es algo tan grave, y
que podemos tranquilizarnos definitivamente sabiendo que Dios nunca deja
de cuidarnos. Se nos anima a ver el lado luminoso.
Pero
¿cuánta luz alumbra el abismo de la muerte? Sin duda alguna Jesús
demostró cuánto nos ama el Padre, pero había mucho más en juego. Vino
para llevar el inevitable castigo por la rebelión contra el carácter
infinitamente justo de Dios.
Jesús
vino, no a apaciguar, sino a cancelar la culpabilidad y a limpiar a los
pecadores. Eso no es sobornar a Dios en ningún sentido, ni es artero
subterfugio a fin de satisfacer algo así como una demanda personal. Sí
es, por el contrario, un plan divinamente calculado del que Pablo
declaró: "para manifestar su justicia, a causa de haber pasado por alto,
en su paciencia, los pecados pasados, con la mira de manifestar en este
tiempo su justicia, a fin de que él sea el justo y el que justifica al
que es de la fe de Jesús" (Rom. 3:25 y 26). Dicho de otro modo: Más bien que responder a la demanda de Dios, fue efectuado por iniciativa de Dios.
De
ese modo Jesús pagó nuestro rescate y nos liberó, cautivos como
estábamos del pecado. Mostró así cómo nos ama Dios. Pero hay mucho más.
La auténtica comprensión tiene lugar cuando nos apercibimos de la
naturaleza desesperada del problema de nuestro pecado y de la forma en
la que Dios ha de tratar con la rebelión que ha irrumpido en su
universo.
Está en
cuestión la rectitud de Dios, su justicia. Se da aquí un categórico
alejamiento de las ideas paganas relativas a apaciguar. Dios emprende la
obra de hacer un puente que salve el abismo. Se coloca él mismo como
substituto, para demostrar la naturaleza inmutable de su ley, y realiza
todo lo que es necesario. Cristo viene a ser hecho el sacrificio divino,
su cruz viene a ser un altar (ver 1 Cor. 5:7). Lo contemplamos
asombrados, viendo lo que efectúa en favor nuestro. "Se entregó a sí mismo por nosotros" (Efe. 5:2) y ofreció "una vez para siempre un solo sacrificio por los pecados" (Heb. 10:12). Dios "envió a su Hijo en propiciación por nuestros pecados" (1 Juan 4:10).
En
Cristo, nuestro pecado fue juzgado y condenado. Permanece intacta la
naturaleza justa de Dios, y queda resuelta la violación de la misma.
Mientras lo contemplamos como niños asombrados, él nos reconcilia,
derramando los beneficios sobre nosotros, quienes lo aceptamos por fe.
Después de todo lo realizado, con el universo por testigo, ¿qué más pudo
haber hecho?
COMPARTIDO POR:
No hay comentarios:
Publicar un comentario
POR FAVOR DEJANOS TUS COMENTARIOS...SON DE GRAN IMPORTANCIA..