En la catedral de Estrasburgo hay un reloj enorme que, a las 12 del día, hace desfilar a los doce apóstoles delante del Señor.
En la base de tal reloj aparecen en cuatro partes los cuatro animales
feroces de Daniel 7, con la inscripción: Babilonia, Medo-Persia, Grecia
y Roma.
Cuando uno averigua la época en que se agregó esa inscripción, descubre que corresponde a la Reforma.
La ciudad de Estrasburgo fue una de las primeras en aceptar
la reforma protestante y sólo en tiempos modernos devolvió esa catedral a
la Iglesia Católica. La inscripción de esa interpretación apocalíptica
no ha sido borrada, sin embargo, y continúa siendo llamativa para los
turistas que prestan atención en ella.
Los cuatro reinos y sus críticos
Hoy, la mayoría de los intérpretes modernos hacen desembocar la
estatua de Daniel 2 y las bestias feroces de Daniel 7, así como el resto
de las profecías de Daniel, en la época en que suponen haber sido
compuesto el libro de Daniel, es decir, en la época del rey griego
seléucida Antíoco Epífanes del Siglo II a.C. Siendo que los documentos de Qumran y
otros manuscritos antiguos del libro de Daniel, prueban una antigüedad
mayor por el estilo de escritura, los comentarios más recientes admiten
que trozos de las historias y profecías de Daniel existían antes, pero
que fueron recompuestos por un autor posterior, siempre en el siglo II
a.C.
[Así como la vieja poesía española: “Moza tan fermosa non vi
en la frontera..., faciendo la vía de cada traveño...”, revela
características en el lenguaje hispano que hoy no se dan y que
pertenecen a determinada época de la historia, así también los
manuscritos más antiguos del libro de Daniel revelan características en
la escritura que preceden al siglo II a.C.].
Todos hacen partir los imperios de Babilonia, pero para poder
desembocar el cuarto en el gobierno griego de los seléucidas, los
críticos escépticos dividen en dos el reino de los Medos y Persas
(recordemos que aparecen unidos por los dos brazos a la altura del
pecho). En Daniel 8:20, sin embargo, se describe al carnero con dos
cuernos como un reino, el de los Medos y Persas, lo que prueba que
Daniel no los vio como dos reinos diferentes.
Los críticos hablan también de las uniones matrimoniales entre los
reyes seléucidas y los reyes ptolomeos que, a pesar de eso, no lograron
la unión en un solo reino. Pero no explican que después vino otro
imperio, el romano, y que el Dios del cielo no haya levantado ese reino
del que habló en la época de esos reyes griegos. Para adoptar esa
interpretación tienen que pasar por alto, además, lo que creyó la
iglesia cristiana sobre esas profecías en toda su historia. Una
excepción es la época moderna con su escepticismo característico. Aunque
en algunos siglos de la historia cristiana se haya ignorado esa
profecía, en nuestra época no se la ignora, sino que se la rechaza con
una interpretación que no toma en serio el texto bíblico.
Diez reinos
Algunos han objetado que, en diferentes períodos de la historia, hubo
más y menos de diez reinos que sucedieron al de Roma, según la ocasión.
Inclusive nuestros pioneros estaban divididos en 1888, frente al gran
congreso de Mineápolis que definió mejor el tema sobre la Justificación
por la Fe, tocante a la inclusión de los hunos o de los alamanes dentro
de los diez.
No necesitamos entrar en esta discusión. Hubo 12 tribus de Israel y,
aunque de José salieron dos, Efraín y Manasés, siguieron siendo
considerados como doce debido a que Leví no recibió herencia como las
demás (Números 1-3). Incluso en el libro del Apocalipsis, los dos hijos
de José son mencionados como dos tribus separadas, y falta la tribu de
Dan. El que después se sumen o se resten no quita su identificación con
el número inicial.
Algo semejante podemos decir de los doce apóstoles. Después del
suicidio de Judas quedaron once, hasta que los discípulos eligieron a
Matías para reemplazar a Judas, y el Señor escogió a Pablo en su lugar.
Pero el número 12 continúa siendo significativo en el símbolo junto con
las 12 tribus de Israel, ambos teniendo su lugar en la ciudad de Dios.
¿Habría de extrañarnos que hoy, el Mercado Común Europeo esté compuesto
por más de diez naciones?
Lo mismo podemos decir con respecto a los tres cuernos que
fueron quitados para que pudiese comenzar a reinar el papado romano
(“cuerno de pequeños comienzos”), según lo indicado en la profecía
(Daniel 7:7, 20, 24). El lugar dejado por los hérulos, por ejemplo, fue
ocupado por los ostrogodos que eran arrianos también, de manera que su
desaparición no tiene nada que ver con el levantamiento del papado.
El primer reino que salió en defensa del papado y se vio implicado en
la desaparición de los visigodos fue Clodoveo. Fundó París como su
capital (antiguamente era una aldea romana), en el año 508, año en que,
según estudios más recientes, se bautizó como católico. Ese es el punto
de partida para el comienzo de los 1290 días-años (Dan 12:12).
De Clodoveo se dice que “restauró la unidad cristiana y estableció en París la monarquía franca a base de una estrecha alianza entre el rey y la Iglesia”,
[J. Pirenne, Historia Universal, p. 432]. Fue el mismo reino el que le
dio el golpe de muerte al papado 1290 años después, conforme a la
predicción de varios autores de la época ya antes de 1798. Los
intérpretes historicistas de fines del siglo XVIII argumentaron que
siendo que los francos habían sido los primeros en defender y apoyar al
papado, debían ser ellos los que le diesen la herida mortal al
concluirse los 1290 días-años. Hoy son todavía los franceses los que más
se oponen a los intentos papales de lograr la unión europea con el
reconocimiento oficial de las tradiciones cristianas de Europa (el
papado romano y las iglesias que lo apoyan). ¿Serán ellos los últimos en
sanar la herida?
El emperador Justiniano, por su parte, sería quien libraría al papado
del reino ostrogodo, último de los tres cuernos opositores, en el año
538. Con su decreto daría autoridad al pontificado romano por sobre
todas las demás iglesias.
“Se mezclarán con simiente de hombre” (Daniel 2:43)
¿Se trata de un cumplimiento literal que implique la unión
matrimonial de príncipes y princesas europeas durante la época de los
diez dedos o diez cuernos del cuarto reino? ¿O se trata de un símbolo de
alianzas hechas entre dos partes desiguales—iglesia y estado—como lo
fueron siempre el hierro y el barro? ¿Podría servir el símbolo para
proyectar ambos hechos que se dieron en la historia?
La mayoría de los intérpretes adventistas tomó el símbolo de Daniel
2:43 como prueba de que Europa no se unirá jamás. Carlomagno en el siglo
VIII, Carlos V en el siglo XVI, Napoleón en el siglo XVIII, y Hitler en
el siglo XX, intentaron unir a Europa pero todos fracasaron. Los
intentos por unir Europa en un Mercado Común fueron pronosticados por
algunos también como imposible.
¿Qué podemos decir de una interpretación tal? Que aunque es buena y
sólida desde la perspectiva histórica, es audaz al volverse categórica
con respecto a sucesos que no se han cumplido y que no necesariamente
están implicados en la visión. Por ejemplo, puedo aceptar que las
naciones europeas continuarán con sus gobiernos propios, pero no negar o
descartar un intento de confederación final que resalta en Apocalipsis
17:14, donde aparecen unidos para guerrear contra el Señor en ocasión de
su venida.
Hierro y barro: Iglesia y Estado
Para el Espíritu de Profecía, el doble símbolo del hierro y del barro
que se da antes de llegar a los diez dedos, a la altura del pie (Daniel
2:33,41-43), tiene que ver con la unión de la iglesia y el
estado que se dio durante toda la Edad Media y se volvería a dar al
final. Aunque los dos poderes se mantuvieron unidos en propósitos
comunes, no dejaron de existir como entidades separadas. Tampoco se dio
una fusión absoluta entre iglesia y estado en ninguna época de la
historia. Así como el barro no puede soldarse con el hierro,
tampoco esa unión que se dio sería sólida y estable. De W. Goets,
Historia Universal (Espasa Calpe, Madrid, 1946), tomo III, pp. 9-13,
leemos la siguiente descripción en relación con esta paradoja de unión
separada o reino dividido:
“Románticos e ilusos han celebrado la Edad Media como una
edad de oro. Nunca fue la Edad Media lo que se ha dicho de ella. Nunca
fue esa vida piadosa de los hombres, esa unidad de Estado e Iglesia, esa
armonía en la economía y en la vida de las clases sociales... La
concepción medieval del universo no dio la paz a los pueblos
occidentales, ni tampoco pudo impedir las sinrazones y las violencias en
la vida diaria... Desenvolviose por doquiera una división de clases y
estamentos con rigurosa jerarquía, con servidumbre del débil bajo el
fuerte, con inseguridad en la vida continuamente amenazada por robo y
pillaje, con desenfrenados instintos en los grandes como en los
pequeños. El número de las mujeres que en la Edad Media fueron
sencillamente muertas o brutalmente repudiadas por sus maridos, desde
los príncipes hasta los aldeanos, es infinito...
“La Iglesia no consiguió educar en una vida ideal ni a los legos ni a
sus propios servidores. La crónica escandalosa de la Edad Media en lo
referente a clérigos y claustros es de una considerable extensión. El
Estado y la Iglesia no condujeron a la Humanidad a su salvación, sino
que se complicaron uno y otra en cuestiones y discusiones, y aun
choques, que condujeron al envenenamiento de la vida y a desmedidas
pretensiones de ambas partes. En estas luchas y sus consecuencias
arruináronse el imperio y el pontificado de la Edad Media.
“La Edad Media posterior cosecha la siembra de la Edad Media
anterior... El imperio cristiano... había nacido sobre un supuesto
religioso: que por obra de la voluntad divina habían de regir el mundo
el emperador y el papa, aquel en lo profano, y éste en los asuntos
espirituales de la Humanidad. Pero en vez de una pacífica división de
actividades, habíase producido una apasionada lucha del emperador y del
papa por el poder. Y ambas partes se habían destrozado política y
moralmente”.
De J. Pirenne, Historia Universal (Ed. Éxito, Madrid, 1961), tomo II,
p. 60, leemos, además, que “bajo esta ficticia unidad [la de las
instituciones laicas y religiosas del imperio carolingio], siguieron
conservando una diversidad fundamental...”.
Naturaleza de la unión entre Iglesia y Estado
El matrimonio más largo e infeliz de la historia fue el del
papado romano (poder religioso) con el estado europeo (emperadores y
reyes). El problema se dio en que ninguno quiso dejar de ser cabeza.
Ambos tenían coronas y se pelearon siempre por determinar quién era
realmente la cabeza de ese hogar. En líneas generales, sin embargo, se
reconoce que durante la Edad media, “para dominar las conciencias, [la
Iglesia] buscó el apoyo del poder civil. El resultado fue el papado, es
decir, una iglesia que dominaba el poder del Estado y se servía de él
para promover sus propios fines y especialmente para extirpar la
‘herejía’”, [Conflicto de los siglos, p. 496].
El golpe de muerte para la Iglesia de Roma fue que su cónyuge, el estado, se liberó de ella. Era
un grito de libertad de conciencia el que se impidiese a la iglesia ser
reconocida oficialmente por el estado. Pedimos libertad para adorar a
Dios conforme a nuestra conciencia, y sin interferencias entre nosotros y
Dios. No pedimos que el Estado reconozca nuestras creencias
por la ley porque creemos que nadie tiene derecho a imponer su fe a los
demás. La ley civil no debe intervenir en eso ni sancionando ni
rechazando.
La Iglesia Católica Romana, en cambio, ha vuelto a sus andadas anteriores, y el mundo está a punto de doblegarse a sus reclamos.
Se presenta como liberadora de los pobres mediante un jubileo impostor
(véase mi libro Jubileo y Globalización. La intención oculta). Pretende
que es una injusticia el que las naciones europeas, que están trabajando
con la Carta de Europa para su unidad política y comercial, ignore sus
tradiciones cristianas. Si Europa, y más extensamente, el mundo, no
terminan reconociendo los valores cristianos representados por los
religiosos y cristianos en puntos comunes de fe, perderá su alma.
¡Sí, asombrosamente el papado reclama ahora libertad
religiosa! Con el apoyo ya de las iglesias protestantes y ortodoxas,
continúa insistiendo en el reconocimiento oficial de la Iglesia
Cristiana representada por esas comunidades religiosas para Europa, sin
lo cual considera que no hay libertad religiosa. Mientras que
en la Edad Media no reclamaba libertad religiosa porque imponía
libremente sus dogmas a todos los reinos, ahora lo que está reclamando
es libertad para poder hacer lo mismo que hacía antes, con la salvedad
de prometer ahora reconocer luego a otras religiones con las que está
pactando. Considera que hay ciertas instituciones cristianas que
necesitan un respaldo del estado para que no se deterioren. Entre ellas
están las fiestas católicas y protestantes como Semana Santa, Navidad y
el domingo, que deben ser amparadas por la ley.
Hasta ahora se le han opuesto ciertos políticos franceses porque, de
darle el gusto, tendrían que renunciar a la razón misma de ser de la
Republique Française. Pero ya hay síntomas de aflojar en la oposición a
Roma de parte, por ejemplo, del primer ministro Jospin en Francia. El
pluralismo religioso que ahora acepta Roma contribuye a alejar algo los
temores de volver a la intolerancia medieval. Pero pocos se dan cuenta
que ese pluralismo es limitado y condicionado a las prerrogativas de
Roma. Tampoco parecen darse cuenta que bajo el alarde de pluralismo
terminarán excluyendo a un remanente que guarda “los mandamientos de
Dios y tiene la fe de Jesús” (Apocalipsis 12:17; 14:12).
Conclusión
Los reinos de los hombres podrán parecer sólidos como el oro,
la plata, el bronce o el hierro. Pero su basamento es tan endeble como
el intento de unir el hierro con el barro. La humanidad no podrá darse
abasto a sí misma. Sucumbirá arrastrando tras sí todo el cúmulo
cultural, político y religioso-pagano de los reinos que la precedieron,
y que se había perpetuado en cada reino sucesivo. Como las dos torres
que representaban la fortaleza del poderío económico mundial en Nueva
York, así también la fortaleza de los reinos de este mundo se
desplomará. Triste y doloroso es el hecho. Dios no lo quiso ni lo
quiere. Pero lo permitió y lo hará finalmente, para acabar con el
régimen de la fuerza y la opresión. “Los reinos de este mundo han pasado a ser de nuestro Señor y de su Cristo, y reinará por los siglos de los siglos” (Apocalipsis 11:15). Ese reino no se corromperá jamás, y el Señor lo compartirá con sus humildes siervos que caminan y tiemblan ante él (Daniel 2:44-45; 7:22, 26-27).
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